sábado, 14 de noviembre de 2009

Apnea (Muerte de un ahogado)

Toqué el agua ya con los ojos cerrados y prietos. La zambullida fue brutal.

Noté cómo el peso muerto que era mi cabeza se abría paso a través de las corrientes, sin oposición. Cada vez más y más profundo, mi cráneo era una burbuja de cristal, un depósito a presión: mis oídos estallaron y a la sensación de la libertad que se me escapaba se le sumó la estela de sangre salada y muerta que iba dejando a mi paso. Era como una cometa rota a merced de un viento lento y triste.

Llevaba las manos atadas; lo supe cuando toqué fondo con la frente. Allá abajo la luz que con mi descenso se había ido apagando gradualmente era ya una quimera. No traté de desasirme, no intenté luchar ni gritar: no me angustiaba demasiado la idea de no volver a respirar. Era un ser inerte, un viejo león rendido bajo el sol de la sabana esperando la llegada de las hienas y los buitres.

El pecho me bramaba, mis pulmones buscaban una vía de escape, una bocanada de vida o de muerte (ya daba igual), un par de caladas de un cigarrillo que no estuviese mojado. Abrí los ojos: quería ver venir a la parca y poder tutearla al oído, camelarla con piropos y golfear durante un minuto con ella, apretar su piel fláccida contra mi cintura, conseguir que se escandalizara. A pesar de que el frío me atenazaba, entumecido, sólo con pensarlo tuve una erección. Miré hacia arriba, hacia la luz tenue y difusa, la vi llegar y lo comprendí todo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El miedo a escribir en presente

Una especie de pavor injustificado a escribir una ficción en un tiempo actual, en un ahora que no es más que una fantasía. Parece que siempre que hablas en pasado puedes estar rememorando viejas historias, cuentos, leyendas, alguna que otra imagen ya desfigurada por el paso del tiempo, de los años o, simplemente, de los recuerdos. Pero describir como un momento real (tan real como que está ocurriendo ahora) algo que no es más que producto de unas ficciones más o menos afortunadas se me antojaba no tan solo complicado, sino hasta el extremo peligroso por la posibilidad de resultarle al lector un mercachifle de historias de pacotilla que nadie es capaz de creer ciertas, aún a sabiendas de que la literatura es un sueño y, como diría Calderón, los sueños, sueños son. Pero esto era antes de leer La sonrisa etrusca.

He quedado maravillado por esta habilidad que demuestra Sampedro para situarnos, con el uso del verbo, en el presente de sus personajes con sus manías, sus miedos, sus ternuras, sus amores y sus dudas. Es incluso capaz de, en ese ahora, pasearnos por su pasado (que no siempre fue mejor), jugando con la conciencia del lector al trasponerlo a esos recuerdos, de guerra y sexo. Al narrarnos estos últimos meses de un abuelo enfermo, macho, rudo y provinciano que descubre un mundo nuevo en los ojos de su único nieto el autor nos esculpe, con una dignidad infinita, una Pietá en prosa; una bella y conmovedora sonrisa en los labios de quien se sabe satisfecho y orgulloso, finalmente, de su vida; una novela emocionante y emotiva que todo nieto debiera conocer.



Ojirris y pinreles

- ¡Ay! ¡Quita…! ¡Estás helado! – se aparta y se aleja, pero unos ñoños la persiguen bajo la sábana.

- Bueno, no todo lo tengo así… Mira, ¿ves? - se destapa rápida, voluptuosamente, con un chas-chas cuidadosamente medido en sus tiempos. Y su mano se le ciñe a la cintura.

- Pero qué tonto eres, Mario…

Se deja hacer porque le gusta, porque se entienden, porque cuando dice todas esas payasadas estúpidas, tan suyas, su espíritu pega un brinquito y se sonríe por dentro.

Le gusta cómo le acaricia el vientre, evitando siempre su ombligo (que le da grimilla), y le mesa el pelo, y la observa desde ese templo que quiere, siempre, compartir con su princesa.

Mas su mirada se extraña.

- ¿Y eso? Vaya carucha fea. ¿Qué pasa?

- No es nada. Solo que… me acabo de acordar de mi madre.

- ¡Ah, muy bonito, oye! ¿Ves? Esa sonrisa ya es otra cosita.

- Es que, mirándote… ¡Es que la echo tanto de menos...!

Y ya no se dicen nada. Él se acurruca, refugiándose entre su clavícula y su pecho, al amparo de un baobab rotundo e inabarcable que le protege de la tormenta que surge de dentro y que le arrulla con el danzar del viento entre sus serenas ramas.