jueves, 18 de noviembre de 2010

Al otro lado del río

En esa acera no hay gomina, gafas de pasta ni lentejuelas. No hay paparazzis, photocall , ni alfombra roja. No hay yuppies ni maletines. No hay hombres enteros ni hogares. Hace frío.

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Un paisaje de barbas y pelos largos y enmarañados, de ojos de mirada perdida entre la lluvia o turbia por el vino de cartón. Cuerpos confudidos con graffitis grotescos que hieren el alma y obligan a mirar hacia otro lado. Un puñado de gritos mudos desesperados.

Apiñados, uno tras otro, en respetuosa fila ordenada, hay un catálogo de pobres y mendigos, sucios y harapientos, jóvenes y ancianos, sobre todo varones. Visten ropas marrones, unas más raídas que otras, pero todas rotas y ninguna de la talla que les corresponde: a unos, se les ven las canillas sobre unos calcetines que alguna vez fueron blancos; otros se sujetan los pantalones con un cordel de pita. Los más afortunados llevan encima algo impermeable: un chubasquero de plástico o una gabardina destartalada.

La espera llega a ser interminable. Los estómagos rugen vacíos de todo sólido y las piernas flaquean entumecidas por la humedad. Algunos hoy no podrán cenar: el aforo del comedor es limitado, la comida es insuficiente para todos, la fila es larga. La calle es muy puta.

Desde la otra acera, escaparates de tiendas de ropa fashion les deslumbran los ojos.

Esto es la Corredera Baja de San Pablo. Esto también es Malasaña.



Espero que canten con Drexler desde su lado del río

martes, 16 de noviembre de 2010

Mendoza no es un Monty Python

Hace ya más de 7 años que quedé apabullado por la maestría que demuestra Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta. Y esa admiración se ha mantenido intacta: ya porque la novela es arquitectónica, argumental y literariamente muy completa; ya porque en todo este tiempo no había vuelto a tener un libro suyo en mis manos.

Pero hoy no escribo sobre aquella obra que me fascinó, sino sobre El asombroso viaje de Pomponio Flato. Y he comenzado hablando sobre su autor y su primera obra porque quizás sus nombres sean, para mí, lo mejor de esta otra novela.

Aún así, seamos justos: Al César lo que es del César, y a Don Eduardo lo suyo. El texto es limpio y veloz, a pesar del lenguaje pretendidamente pedante que adopta el protagonista en algunas situaciones. Y reconozco un par de carcajadas sonoras en todo el vagón del metro – y sonrojantes, por cierto - salidas de mi boca. Hasta aquí, barret, Señor Mendoza.

Pero la novela no pasa de entretenidilla, pasatiempo ligero con que echar el rato. Y aunque no creo que Mendoza pretendiera esta vez obnubilarnos con su dominio de las letras, a mí me ha dejado esperando un poco más de Savolta y bastante menos de Jesucristo Superstar versión parodia policiaca.

Digo esto porque aunque las constantes referencias en tono jocoso, siempre irónico y en ocasiones punzante, a la tradición cristiana no han herido mi espiritualidad lo más mínimo, cualquiera que sea y dondequiera que esté, la reiteración de sátiras roza a veces lo gratuito: no por ofensivo, sino por cansino. Y le deja a uno la impresión de que el argumento parte de ningún sitio y llega a ninguna parte, con el único objetivo de sacar conejos de un Belén viviente de la chistera. Es complicado querer escribir La vida de Bryan: los años mozos, y salir vivo del intento -las comparaciones siempre serán odiosas-. Así que seguiré optando por la verdad antes que por las pseudomoralinas sarcásticas de risa fácil.

En todo caso, ahí van unas breves pinceladas no propagandísticas (cada vez odio más las contraportadas) para el posible lector interesado: novela histórica, fresca y sencillota, con la que matar el tiempo sin dolores de cabeza ni generar traumas infantiles y con más de una sonrisa de por medio sobre un locuelo romano embelesado por un niño simpaticón para resolver un crimen poco Christieano, si me permitís la licencia.

Con todo esto, y a pesar de que nuestro Pomponio pueda pasar desapercibido en cualquier biblioteca donde se encuentre, me resisto a bajar de la burra en que tengo montado a Mendoza. Al menos hasta conseguir hacerme con Sin noticias de Gurb (la siguiente bala de Mendoza en mi recámara) y emitir un juicio con más criterio, Savolta es mucho Savolta.