Descalzo, los harapos rotos y manidos, la cara sucia, el pelo enmadejado en polvo. La gorrilla enhiesta.
¿Qué me da por esto, eh, maese? Mire... - Brilla más el dorado reflejado en sus ojos. - ¿Qué me da?
Acodado en el mostrador, el bigote cano y bien recortado, las hirsutas cejas interrogantes, curiosas; el rostro bañado en arrugas sereno, aunque locuaz.
A saber de dónde has sacado eso, Manuel... No quiero ni saberlo.
Mira por la ventana recordando lo que nunca tuvo, lo que siempre quiso, entre el griterío de los niños jugando a la pelota.
¡Que lo encontré por el suelo, maese! ¡Que yo no murcio! Ande, tómelo... ¡Que yo soy honrao!
Se ajusta las gafas. Un baño pútrido como de hiel trata de desprenderse del metal, dejando entrever acá y allá impúdicos vacíos de óxido y ecos violados; olor de azufre y tierra seca. Es, más bien, una argolla. Más una argolla que un anillo.
Vamos a ver: no sé qué podremos encontrar por aquí... ¿Qué te gusta a ti, Manuel? Di.
Brincar y trotar y reír y soñar. Corretear por las callejas, asustar a los gatos tirándoles piedras, rodar por el costado del monte, hacer míos los luceros al ocaso, chapotear en los charcos escasos de otoño. Crujirme los nudillos para enrabiar a la mama, pasear el dedo por el pastel de un vecino. Levantar castillos de arena, a la orilla del río...
¡Eso!
En el bazar, ordenado y pulcro, hay tinas de latón . Alforjas. Sombreros. Espejos que dibujan secretamente las vidas de otros. También bártulos inservibles. Una vieja y destartalada bicicleta al fondo. Y unos ojos de fuego: la sangre inquieta y la ilusión en sus labios. Un colibrí ardiente. Una puerta entreabierta.
¡Mira si sabe el pillo! ¡Una bicicleta!
No es una bicicleta. Es la bicicleta. Para ambos.
Tendrás que limpiarla un poco, Manuel. Hace tantos años que...
El chico no espera; no puede. Un salto y ya cabalga moviendo los pies nerviosos, como un molinillo, agarrándose al manillar cual si fueran las bridas de su Platero. Está tan gracioso...
¡Espera, Manuel! Toma esto también.
Para que, apoyado en el marco de la puerta viendo a los chicos pasar, con la mirada perdida en lo que pudo ser y no fue, al oir ese timbre recuerde que él, Fernando Ortega, el viudo de la señá Pepita, habría sido un buen padre.
¿Qué me da por esto, eh, maese? Mire... - Brilla más el dorado reflejado en sus ojos. - ¿Qué me da?
Acodado en el mostrador, el bigote cano y bien recortado, las hirsutas cejas interrogantes, curiosas; el rostro bañado en arrugas sereno, aunque locuaz.
A saber de dónde has sacado eso, Manuel... No quiero ni saberlo.
Mira por la ventana recordando lo que nunca tuvo, lo que siempre quiso, entre el griterío de los niños jugando a la pelota.
¡Que lo encontré por el suelo, maese! ¡Que yo no murcio! Ande, tómelo... ¡Que yo soy honrao!
Se ajusta las gafas. Un baño pútrido como de hiel trata de desprenderse del metal, dejando entrever acá y allá impúdicos vacíos de óxido y ecos violados; olor de azufre y tierra seca. Es, más bien, una argolla. Más una argolla que un anillo.
Vamos a ver: no sé qué podremos encontrar por aquí... ¿Qué te gusta a ti, Manuel? Di.
Brincar y trotar y reír y soñar. Corretear por las callejas, asustar a los gatos tirándoles piedras, rodar por el costado del monte, hacer míos los luceros al ocaso, chapotear en los charcos escasos de otoño. Crujirme los nudillos para enrabiar a la mama, pasear el dedo por el pastel de un vecino. Levantar castillos de arena, a la orilla del río...
¡Eso!
En el bazar, ordenado y pulcro, hay tinas de latón . Alforjas. Sombreros. Espejos que dibujan secretamente las vidas de otros. También bártulos inservibles. Una vieja y destartalada bicicleta al fondo. Y unos ojos de fuego: la sangre inquieta y la ilusión en sus labios. Un colibrí ardiente. Una puerta entreabierta.
¡Mira si sabe el pillo! ¡Una bicicleta!
No es una bicicleta. Es la bicicleta. Para ambos.
Tendrás que limpiarla un poco, Manuel. Hace tantos años que...
El chico no espera; no puede. Un salto y ya cabalga moviendo los pies nerviosos, como un molinillo, agarrándose al manillar cual si fueran las bridas de su Platero. Está tan gracioso...
¡Espera, Manuel! Toma esto también.
Para que, apoyado en el marco de la puerta viendo a los chicos pasar, con la mirada perdida en lo que pudo ser y no fue, al oir ese timbre recuerde que él, Fernando Ortega, el viudo de la señá Pepita, habría sido un buen padre.