jueves, 30 de diciembre de 2010

Fahrenheit 451: la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde

Cuento hasta tres.

Uno. Dos. Tres.

Asimilo. Digiero. Escribo.


La historia de Guy Montag es el relato de una evolución, de años transcurridos en sólo unas noches, el tiempo que tarda en ver la luz al otro lado del fuego. Siempre una chispa, siempre una chispa. Una pequeña ascua en forma de niña que prende la conciencia y la inteligencia de un bombero. De un fireman.

Ray Bradbury, autor entre otras obras de la conocida Crónicas marcianas, inventa una civilización ligada íntimamente a las de Orwell y Huxley en sus 1984 y Un mundo feliz -ambos también tan hirientes como recomendables-. Una civilización vista desde los años 50 del pasado siglo, desde los ojos de Bradbury, tan espantosamente hecha realidad en tantos y tantos puntos que duele descubrir lo predecibles que podemos llegar a ser: personas atrapadas en sus salones de estar frente a pantallas donde imágenes gritan y ocupan completamente la mente sin dejar hablar, sin dejar pensar; sabios desplazados del común conocimiento de la sociedad, despreciados, despojados de toda dignidad; nuevas generaciones dadas a la depravación, la locura, el suicidio y la violencia explícita, que gozan viéndose agredir, que ríen ante la desgracia, que lloran de asco ante la melodía de un poema; guerras de las que la sociedad prefiere no saber nada, de las que los gobiernos pretenden no hablar, y sobre las que las palabras escupidas son mentiras, sólo mentiras. Te suena, ¿verdad?

Bradbury desarrolla con soltura su original idea fundamental, principalmente en las partes primera y tercera -y última- de la obra. Es el estilo, me atrevería a decir pretendido por el autor (y asumo que vilipendiado por su traductor) el que en ocasiones no alcanza la altura del argumento, de ese punto de partida genial, de ese juego de palabras del que nace esta novela. Pero adoro el lenguaje crudo, las metáforas grotescas, los símiles bruscos y agresivos con los que Bradbury verdaderamente se doctora en Fahrenheit 451.

Es ciencia-ficción, sí. Ganadora del Premio Hugo –el mayor galardón del género- de 1954 a la Mejor Novela. Pero no se asusten los menos adecuados a la temática: sólo hay pequeñas pinceladas futuristas, ninguna del todo extravagante ni chirriante conocida ahora nuestra sociedad. Asústense mejor, leyéndolo, por lo previsibles y peligrosos que somos. Sientan pavor por lo que podemos llegar a ser.

domingo, 26 de diciembre de 2010

El futuro que te espera y se sonríe

Caminaba encorvada y escurrida, agazapada, una despreciable alimaña ponzoñosa que miraba la Gran Torre de reojo, como si la impactante mole pudiera descubrirla allá abajo y enojarse por ello.

Caminaba y se imaginaba dentro de aquel ente, que sentía como un ser vivo, y recorría mentalmente el coloso de hormigón y acero, cristal y sueños: a través de su torrente de gente, surcando amplios pasillos, elevándose en ascensores transparentes, atravesando puertas extensas y tornos de seguridad, trataba de ubicarse en cada momento dentro de la torre, de adivinar su orientación respecto a la fachada principal, la altura a la que se encontraba o lo distante que estaba de su pilar central, espina dorsal de aquel animal interiormente palpitante y ruidoso, nube compacta de tábanos translúcidos digiriendo carne muerta. Se veía, de alguna manera, envenenándolo todo a su paso, con un hedor a desecho humano, putrefacto, con su imagen macabra de marioneta rota y sin hilos y su frívola sonrisa de hielo; acá y allá, agrietando la solidez del edificio desde dentro, desde lo más profundo de su interior, hasta hacerlo temblar sobre sus cimientos, y verlo implosionar y desaparecer; hasta ser la nada, polvo y cenizas, y verlo expirar ante sus pies.

Aún con ojos envidiosos y heridos, vidriosos de ofidio moribundo, admirando secretamente aquel objeto de su deseo, tan cercano e inmenso como insignificante y diminuto era él ante su presencia, penetró en la boca del subterráneo y descendió como río desbordado hacia su oscura madriguera, abrigo de calor malsano y enfermizo.

Maldito iluso – se repitió.

viernes, 10 de diciembre de 2010

... sino estelas en la mar

Tras largos meses en que el tiempo no me daba un respiro, he conseguido volver a disfrutar de una manera pausada y relajada (benditos cercanías de Madrid) del placer de la lectura. Esto me ha permitido retomar algunas cuentas pendientes conmigo mismo y con algunos autores a quiénes les debía horas de mi vida, espero que casi todos merecidamente. Uno de ellos es Miguel Delibes, y elegí El camino para tomarle el pulso.

Delibes -uno de tantos amantes de las palabras, uno de los pocos a quienes las palabras aman- amasa párrafo tras párrafo, se desliza frase a frase, acaricia cada adjetivo, eligiendo siempre el vocablo más preciso, la expresión correcta, la sintaxis más amable, hasta conseguir dibujar con un estilo perfectamente limpio un conjunto de recuerdos, un mar de sensaciones; hasta conseguir hacérnoslos vivir plenamente en cada capítulo, una y otra y otra vez, incansablemente.

El camino es como el placer de un buen manjar: por más y más que te alimentes de él, jamás quedas saciado. El camino se devora, se bebe ávidamente, página tras página, y te obliga a refrenarte, a saborearlo lentamente, como el buen vino, a sabiendas de que esta primera lectura no volverá a ocurrir nunca. El camino pasa, como el tiempo, como la vida; finalmente, te das cuenta de que transcurre tan rápido, tan fugaz…

El camino es puro, con la pureza del Platero y yo en la descripción de lo rural: en los paisajes, las costumbres, las gentes, los ritos y los encantos de un pequeño pueblito, un todo visto desde los ojos del Mochuelo, ahora un niño de 11 años. Su camino es a través de sus ojos nuestro también; es personal y subjetivo, con la cotidianidad en el estilo y en las reflexiones del zagal, en ocasiones sagaces, en ocasiones ingenuas, que recuerdan a las del Holden Caulfield de Salinger en El guardián entre el centeno.

Con la intimidad por seña de identidad y la defensa sin violencia expresiva de una vida completa en una aldea norteña, Delibes invita a recorrer este camino, ante todo intenso, del Mochuelo en su corto pasear por la vida hasta el momento.

Tenías razón, Curro. He reído. He llorado. Es completamente imprescindible.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Al otro lado del río

En esa acera no hay gomina, gafas de pasta ni lentejuelas. No hay paparazzis, photocall , ni alfombra roja. No hay yuppies ni maletines. No hay hombres enteros ni hogares. Hace frío.

*****

Un paisaje de barbas y pelos largos y enmarañados, de ojos de mirada perdida entre la lluvia o turbia por el vino de cartón. Cuerpos confudidos con graffitis grotescos que hieren el alma y obligan a mirar hacia otro lado. Un puñado de gritos mudos desesperados.

Apiñados, uno tras otro, en respetuosa fila ordenada, hay un catálogo de pobres y mendigos, sucios y harapientos, jóvenes y ancianos, sobre todo varones. Visten ropas marrones, unas más raídas que otras, pero todas rotas y ninguna de la talla que les corresponde: a unos, se les ven las canillas sobre unos calcetines que alguna vez fueron blancos; otros se sujetan los pantalones con un cordel de pita. Los más afortunados llevan encima algo impermeable: un chubasquero de plástico o una gabardina destartalada.

La espera llega a ser interminable. Los estómagos rugen vacíos de todo sólido y las piernas flaquean entumecidas por la humedad. Algunos hoy no podrán cenar: el aforo del comedor es limitado, la comida es insuficiente para todos, la fila es larga. La calle es muy puta.

Desde la otra acera, escaparates de tiendas de ropa fashion les deslumbran los ojos.

Esto es la Corredera Baja de San Pablo. Esto también es Malasaña.



Espero que canten con Drexler desde su lado del río

martes, 16 de noviembre de 2010

Mendoza no es un Monty Python

Hace ya más de 7 años que quedé apabullado por la maestría que demuestra Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta. Y esa admiración se ha mantenido intacta: ya porque la novela es arquitectónica, argumental y literariamente muy completa; ya porque en todo este tiempo no había vuelto a tener un libro suyo en mis manos.

Pero hoy no escribo sobre aquella obra que me fascinó, sino sobre El asombroso viaje de Pomponio Flato. Y he comenzado hablando sobre su autor y su primera obra porque quizás sus nombres sean, para mí, lo mejor de esta otra novela.

Aún así, seamos justos: Al César lo que es del César, y a Don Eduardo lo suyo. El texto es limpio y veloz, a pesar del lenguaje pretendidamente pedante que adopta el protagonista en algunas situaciones. Y reconozco un par de carcajadas sonoras en todo el vagón del metro – y sonrojantes, por cierto - salidas de mi boca. Hasta aquí, barret, Señor Mendoza.

Pero la novela no pasa de entretenidilla, pasatiempo ligero con que echar el rato. Y aunque no creo que Mendoza pretendiera esta vez obnubilarnos con su dominio de las letras, a mí me ha dejado esperando un poco más de Savolta y bastante menos de Jesucristo Superstar versión parodia policiaca.

Digo esto porque aunque las constantes referencias en tono jocoso, siempre irónico y en ocasiones punzante, a la tradición cristiana no han herido mi espiritualidad lo más mínimo, cualquiera que sea y dondequiera que esté, la reiteración de sátiras roza a veces lo gratuito: no por ofensivo, sino por cansino. Y le deja a uno la impresión de que el argumento parte de ningún sitio y llega a ninguna parte, con el único objetivo de sacar conejos de un Belén viviente de la chistera. Es complicado querer escribir La vida de Bryan: los años mozos, y salir vivo del intento -las comparaciones siempre serán odiosas-. Así que seguiré optando por la verdad antes que por las pseudomoralinas sarcásticas de risa fácil.

En todo caso, ahí van unas breves pinceladas no propagandísticas (cada vez odio más las contraportadas) para el posible lector interesado: novela histórica, fresca y sencillota, con la que matar el tiempo sin dolores de cabeza ni generar traumas infantiles y con más de una sonrisa de por medio sobre un locuelo romano embelesado por un niño simpaticón para resolver un crimen poco Christieano, si me permitís la licencia.

Con todo esto, y a pesar de que nuestro Pomponio pueda pasar desapercibido en cualquier biblioteca donde se encuentre, me resisto a bajar de la burra en que tengo montado a Mendoza. Al menos hasta conseguir hacerme con Sin noticias de Gurb (la siguiente bala de Mendoza en mi recámara) y emitir un juicio con más criterio, Savolta es mucho Savolta.

sábado, 5 de junio de 2010

El expolio

Al abrir chirriaron los goznes, la madera muerta que se negaba a ser abierta. Cargué con el hombro primero y después pateé la puerta, que golpeó sordamente la pared dejando una marca de óxido transferida del cerrojo FAC. El piso olía a humedad, a nicho olvidado sin flores. Me propuse arrancar toda la vida de ese lugar, arrebatarle todo lo que un día pudo tener algún valor.

En el dormitorio principal volqué los cajones de cómodas y mesillas. Abrí todos los armarios, rebusqué en todos los bolsillos, vacié todos los bolsos. Encontré algunas carteras, con fotos y algún carnet, sin nada de dinero. Busqué en el interior de cada pieza de calzado, debajo del colchón. Removí las baldosas sueltas. Un cristo, desde el cuadro sobre el cabecero, me miraba con ojos desencajados. Salí de allí con collares y otras joyas, una camisa elegante de hombre de rayas verticales verdes, unos zapatos italianos sin estrenar del 42 y la idea de volver más tarde a medir el somier. Los otros dos dormitorios de la casa estaban perfectamente vacíos, incluso las baldas de las estanterías: solo el polvo acumulado y dormido quedaba allí.

La cocina era pequeña y su suelo de terrazo gris. La luz del frigorífico no se encendió al abrirlo ni tenía dentro qué iluminar. Abrí todas las portezuelas, revisé el interior de cada olla, cada cazuela, cada bote metálico o de cristal: no había nada. Tras un tarro de Eko encontré un monedero con pesetas: dos piezas de 50 y una de 25, de esas con el agujero en medio. Me dio tanta lástima que lo dejé allí.

En el armarito con la puerta de espejo del cuarto de baño no había más que enseres inútiles y una dentadura postiza que me arrancó una arcada que invadió mi esófago; la arrojé por el retrete y tiré de la cadena metálica que vaciaba la cisterna, tras comprobar que no había nada dentro de ella, allá arriba.

Tan abigarrado estaba el comedor, que hacía las veces de sala de estar, que tuve que sacar las sillas para poder desenvolverme con facilidad. Cada sofá, cada sillón con su funda de sky y su paño de ganchillo trajo a mi memoria viejos recuerdos, que yo creía romos, pero que me hicieron vacilar. Recorrí la estantería revisando los pedazos de una vida que no era mía, ni tampoco de nadie ya: la vajilla de las ocasiones especiales (igual de penosa que la habitual), el "Recuerdo de Mijas" (una burrita cargada con su cartel), un palillero sin palillos, papeles en los que había apuntados los números ganadores de la lotería de quién sabe cuándo, unos cuantos caramelos sabor eucaliptus, muchos libros amarillentos roídos por el tiempo, un televisor Grundig de sintonía manual. Unas violetas secas en la ventana. Una mesa camilla que alguna vez guardó el fuego de un brasero bajo su mantel de hule. Una mala copia de El entierro del Conde de Orgaz (con una mano de más y un muerto más vivo que cualquiera de los enseres de aquella casa) enmarcada en un rastro de humedad que zigzagueaba por la pared. Agarré el cuadro y lo estampé contra el suelo, lo pisé y maltraté hasta ver volar las astillas del marco, y comencé a gritar desesperada, desconsolada, angustiada y sola.

Con la misma rabia agarré cada momento vivido en ese lugar y lo arrojé al interior del saco de basura negro, junto con cada cosa que arrancaba de allí, mientras las lágrimas formaban surcos arrugándome la cara y la vida. Supe que nunca más volvería.

*****

Hace ya tres meses que mamá se ha ido. Mi tío insiste en que murió de pena, tras el cáncer que se llevó papá. Que estaba tan sola que nada mejor podía hacer que morirse. O al menos eso repetía ella, una y otra vez, cada día, cuando iba a verla a su residencia.

Cinco años allí han sido toda una vida, una larga y penosa espera. Pero más son los que pasó en su casa, en la que ya no queda nadie. Tengo que ir algún día y recoger todo aquello. Arreglar un poco el piso y ponerlo en venta, no sé. Algo tendré que hacer. Pero aún no tengo valor para enfrentarme a lo que ya no existe.

domingo, 28 de marzo de 2010

Magdalena

Llevabas una falda vaquera que te quedaba demasiado corta. No me gustaba, pero sí tus piernas. Del resto de tu ropa no me acuerdo. Yo llevaba una camisa a rayas, azul, que ya nunca me pongo.

El pub estaba decorado con fotos de safaris, de elefantes y, ahora recuerdo, otra de una boa a punto de estrangular a un bigotudo occidental; cabezas reducidas por jíbaros, cuernos, lanzas. Todo muy africano. Un sitio muy chic.

Allí sólo estábamos cuatro personas, dos parejas. Los otros tendrían unos 50 años y resultaba repulsivo ver cómo aquel crápula manoseaba las carnes abundantes de su compañera de lascivia. Si hubiéramos estado tan sólo un metro más cerca estoy seguro de que habríamos oído sus gemidos roncos, animales, sobre la leve música que (supongo) sonaba en aquel oscuro sótano. Cada vez que los miraba me recorría un escalofrío mudo que me hacía instintivamente volver la cabeza, seguir a lo nuestro.

Lo nuestro era lo mismo que lo suyo, pero a mí me parecía mucho más natural. Señores, a hacer esas cosas, con su edad, se va uno a un hotel. Pero nosotros, con nuestros 20 años recién cumplidos, teníamos patente de corso. O al menos eso quería creer yo. Me resultaba vergonzoso, no obstante, cada vez que la camarera se acercaba a recoger alguna servilleta sucia o vaso vacío. Yo levantaba la cabeza por encima de tu cuello y sacaba la mano lo más lenta y disimuladamente posible de tu entrepierna, te decía un sinsentido cualquiera con sonrisa de pánfilo y volvía a buscarte en cuanto la del delantal de leopardo se daba la vuelta.

Te emborrachaste con sólo una copa. Tu cóctel llevaba vodka y era más fuerte que el mío. El mío sabía a piña. A mí no me gusta la piña, tampoco el vodka, y ninguno de los dos me quitaba la sed.

Era pleno verano y hacía demasiado calor. Acabamos en un colchón sin sábanas, en el suelo. No hicimos el amor, precisamente. Después ya no pude dormir.

Por la mañana, guardaba tu olor en mi perilla rala de putero sin clase. Tu recuerdo en mi cabeza. Mi dinero en tu cartera. Un taxímetro corría hacia la otra punta de Madrid.