martes, 22 de diciembre de 2009

Sinfonía de invierno

El frío hosco que duerme embebido en cada poro de la caliza del banco corrido de piedra que linda las pareces del claustro.

El rocío que en el patio abierto al cielo, cerrado a los ojos, esponja el verde de los parterres y los abetos con congeladas perlas de uva dulce, lágrimas por un tiempo pasado y mejor; que dibuja las formas del pozo cual si fuera su amante; que cristalizará la tierra y la volverá afilada e hiriente.

La comunión entre la hiedra y la roca tallada que enmarca el paseo del ulular del viento por entre la columnata.

Una hilera humana de nucas rasuradas que suben y bajan salmódicamente, sinfónicamente, con los ojos legañosos y las mentes aún turbias y obtusas.

Un puñado de grajos cubiertos de nubes de tormenta que se apilan en la balconada, guareciéndose de los suspiros del Moncayo.

El silencio que madruga y se regodea, iluso, sabiendo aún lejana su muerte.

Y una figura lúgubre y altiva sobre el altozano, con su sombrero calado, que lo contempla todo en lontananza.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Apnea (Muerte de un ahogado)

Toqué el agua ya con los ojos cerrados y prietos. La zambullida fue brutal.

Noté cómo el peso muerto que era mi cabeza se abría paso a través de las corrientes, sin oposición. Cada vez más y más profundo, mi cráneo era una burbuja de cristal, un depósito a presión: mis oídos estallaron y a la sensación de la libertad que se me escapaba se le sumó la estela de sangre salada y muerta que iba dejando a mi paso. Era como una cometa rota a merced de un viento lento y triste.

Llevaba las manos atadas; lo supe cuando toqué fondo con la frente. Allá abajo la luz que con mi descenso se había ido apagando gradualmente era ya una quimera. No traté de desasirme, no intenté luchar ni gritar: no me angustiaba demasiado la idea de no volver a respirar. Era un ser inerte, un viejo león rendido bajo el sol de la sabana esperando la llegada de las hienas y los buitres.

El pecho me bramaba, mis pulmones buscaban una vía de escape, una bocanada de vida o de muerte (ya daba igual), un par de caladas de un cigarrillo que no estuviese mojado. Abrí los ojos: quería ver venir a la parca y poder tutearla al oído, camelarla con piropos y golfear durante un minuto con ella, apretar su piel fláccida contra mi cintura, conseguir que se escandalizara. A pesar de que el frío me atenazaba, entumecido, sólo con pensarlo tuve una erección. Miré hacia arriba, hacia la luz tenue y difusa, la vi llegar y lo comprendí todo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El miedo a escribir en presente

Una especie de pavor injustificado a escribir una ficción en un tiempo actual, en un ahora que no es más que una fantasía. Parece que siempre que hablas en pasado puedes estar rememorando viejas historias, cuentos, leyendas, alguna que otra imagen ya desfigurada por el paso del tiempo, de los años o, simplemente, de los recuerdos. Pero describir como un momento real (tan real como que está ocurriendo ahora) algo que no es más que producto de unas ficciones más o menos afortunadas se me antojaba no tan solo complicado, sino hasta el extremo peligroso por la posibilidad de resultarle al lector un mercachifle de historias de pacotilla que nadie es capaz de creer ciertas, aún a sabiendas de que la literatura es un sueño y, como diría Calderón, los sueños, sueños son. Pero esto era antes de leer La sonrisa etrusca.

He quedado maravillado por esta habilidad que demuestra Sampedro para situarnos, con el uso del verbo, en el presente de sus personajes con sus manías, sus miedos, sus ternuras, sus amores y sus dudas. Es incluso capaz de, en ese ahora, pasearnos por su pasado (que no siempre fue mejor), jugando con la conciencia del lector al trasponerlo a esos recuerdos, de guerra y sexo. Al narrarnos estos últimos meses de un abuelo enfermo, macho, rudo y provinciano que descubre un mundo nuevo en los ojos de su único nieto el autor nos esculpe, con una dignidad infinita, una Pietá en prosa; una bella y conmovedora sonrisa en los labios de quien se sabe satisfecho y orgulloso, finalmente, de su vida; una novela emocionante y emotiva que todo nieto debiera conocer.



Ojirris y pinreles

- ¡Ay! ¡Quita…! ¡Estás helado! – se aparta y se aleja, pero unos ñoños la persiguen bajo la sábana.

- Bueno, no todo lo tengo así… Mira, ¿ves? - se destapa rápida, voluptuosamente, con un chas-chas cuidadosamente medido en sus tiempos. Y su mano se le ciñe a la cintura.

- Pero qué tonto eres, Mario…

Se deja hacer porque le gusta, porque se entienden, porque cuando dice todas esas payasadas estúpidas, tan suyas, su espíritu pega un brinquito y se sonríe por dentro.

Le gusta cómo le acaricia el vientre, evitando siempre su ombligo (que le da grimilla), y le mesa el pelo, y la observa desde ese templo que quiere, siempre, compartir con su princesa.

Mas su mirada se extraña.

- ¿Y eso? Vaya carucha fea. ¿Qué pasa?

- No es nada. Solo que… me acabo de acordar de mi madre.

- ¡Ah, muy bonito, oye! ¿Ves? Esa sonrisa ya es otra cosita.

- Es que, mirándote… ¡Es que la echo tanto de menos...!

Y ya no se dicen nada. Él se acurruca, refugiándose entre su clavícula y su pecho, al amparo de un baobab rotundo e inabarcable que le protege de la tormenta que surge de dentro y que le arrulla con el danzar del viento entre sus serenas ramas.

sábado, 8 de agosto de 2009

Te echaré de menos

Estuvo allí en esos momentos en que ansiaba estar sereno, en que necesitaba poder dormir. Yo, tumbado de lado, al fin seguro de que mis sueños estaban a salvo en su barca; ella, sin tan siquiera mirarme, permanecía despierta con su espalda apoyada en mi vientre, sentada perpendicularmente a la línea que mi cuerpo dibujaba bajo la sábana, con las piernas dobladas al estilo moruno, como alas de mariposa. Sus ojos, de un azul luminoso e intenso, muy claro, devoraban líneas de mi Principito.

A veces murmuraba mientras leía. Yo, que no había conseguido dormirme o que andaba todavía acariciando la vigilia, desperezaba mis ojos y me quedaba mirándola. Estaba guapa vista desde allí, desde el otro lado del río o como separados por una mampara que dividía nuestro corto espacio (un pedacito de mi cama) en dos mundos absortos en su propia existencia y, sin embargo, íntimamente unidos. Entonces, llamada por una campanilla etérea, sorprendía mi espionaje, me insinuaba, sutílmente, una graciosa mueca y volvía con su petit prince.

Lo puro del instante era la ausencia de todo lo accesorio, de todo lo vano: no había más que esto que te cuento, por increíble que parezca. Sí, ya sé que yo soy yo, pero quizás no me conoces tan bien como piensas. Reconozco que viéndolo ahora, con perspectiva, resulta extraño. Pero no lo era. En su simplicidad estaba su belleza.

*****

¿Quién ahora, en mis noches alejadas, susurrará a mi almohada?
¿Dónde amarraré esta madrugada esta angustia que no cesa?
¿Querrás, al menos, seguir leyendo en mis sueños?

miércoles, 5 de agosto de 2009

Bienvenida

Mi pequeña, a veces el Vendaval tarda en amainar. Casi siempre más de lo que quisiéramos. Enrabietado, se ofusca, golpea y duele, lo rompe todo. Sus daños, cariño, suelen ser profundos y cuesta mucho, demasiado tiempo sanar las heridas que, ciego, deja tras de sí casi sin querer.

En cambio, otras veces sopla tan fuerte que te empuja lejos, muy lejos. Cuando esto ocurre, el día menos esperado, despiertas en una playa nueva nunca antes descubierta, y que no hubieras conocido de no ser por el Vendaval. Es este tu caso, cielo. Lo sé porque esta mañana te vi llegar abrazada a un madero a la Playa de los Corales; te vi desde mi atalaya, por encima del bosque (levanta la vista, así), desde aquel refugio de piedra que divisas allá oculto, y que mantengo caliente con el fragor del Fuego.

Comprendo, mi niña, que estés asustada, que te encuentres extasiada tras tu largo viaje. Descansa primero, si quieres; yo cuidaré de ti.

Pero luego abre los ojos, date la vuelta. ¡Mira el Tucán, el Sicómoro, la Pantera, esa estrellita...! ¡Todos te quieren saludar! ¿No eres tú esa Ave Fénix de la que tanto han oído hablar?

Ven y deja irse la tormenta, descubre lo que ahora se abre ante ti. Puede que así (y quizás solo así) algún día el Vendaval, cansado, vuelva ya transformado en brisa fresca.

'Blacky'

Cada día, al llegar a la Plaza del Padre Juan de Mariana (un pequeño y desarbolado parque de tierra, pedazos de cristal rotos y un par de columpios tan oxidados como olvidados) mi perro olisqueaba sus rincones habituales y orinaba en los que consideraba oportunos. Después, siempre, escarbaba en la arena. Primero, con su mano derecha, seleccionaba el lugar: tras varios arañazos sin mucho entusiasmo aquí y allá finalmente lo encontraba. Inmediatamente, la maquinaria se ponía en marcha: con el ímpetu del galgo tras la liebre mi pequeña locomotora negra, cruce quizás de un chucho callejero con un labrador, rasca la tierra con ganas, pata tras pata, insistente, casi saltando, excavando como en busca de El Dorado... hasta que parece hallarlo.

Y entonces, solo entonces, se detenía como instintivamente y, tras un brevísimo instante apenas, introducía sus dos manos y su hocico en el hoyo, áspero y húmedo, dejando ver tan solo sus ávidos ojos negros bajo sus cejas aún más oscuras mientras, con las orejas tiesas, atentas, resoplaba duro en su interior, soltando bufidos hoscos, olfateando el aliento dulce de la tierra fresca. Y entonces me miraba.

Hoy las canas le salpican el hocico y las patas, en las que parece que se le clavan como espinas nevadas. Una densa capa nacarada blanca, sucia, le cubre las pupilas. Se acerca bamboleándose, lento y jadeante, con el vaivén de la marea de sus 12 pesados años. Se tumba de frente, dobla la muñeca izquierda y apoya la cabeza en la almohadilla de la palma de su mano: parece esperar... y, así, se queda dormido.

*****

Cierro los ojos. Ahora me mira, con el hocico dentro de su madriguera. Dentro de mi memoria. Y mi sonrisa tierna pero cansada se vuelve una mueca amarga.

viernes, 31 de julio de 2009

Fernando Ortega

Descalzo, los harapos rotos y manidos, la cara sucia, el pelo enmadejado en polvo. La gorrilla enhiesta.

¿Qué me da por esto, eh, maese? Mire... - Brilla más el dorado reflejado en sus ojos. - ¿Qué me da?

Acodado en el mostrador, el bigote cano y bien recortado, las hirsutas cejas interrogantes, curiosas; el rostro bañado en arrugas sereno, aunque locuaz.

A saber de dónde has sacado eso, Manuel... No quiero ni saberlo.

Mira por la ventana recordando lo que nunca tuvo, lo que siempre quiso, entre el griterío de los niños jugando a la pelota.

¡Que lo encontré por el suelo, maese! ¡Que yo no murcio! Ande, tómelo... ¡Que yo soy honrao!

Se ajusta las gafas. Un baño pútrido como de hiel trata de desprenderse del metal, dejando entrever acá y allá impúdicos vacíos de óxido y ecos violados; olor de azufre y tierra seca. Es, más bien, una argolla. Más una argolla que un anillo.

Vamos a ver: no sé qué podremos encontrar por aquí... ¿Qué te gusta a ti, Manuel? Di.

Brincar y trotar y reír y soñar. Corretear por las callejas, asustar a los gatos tirándoles piedras, rodar por el costado del monte, hacer míos los luceros al ocaso, chapotear en los charcos escasos de otoño. Crujirme los nudillos para enrabiar a la mama, pasear el dedo por el pastel de un vecino. Levantar castillos de arena, a la orilla del río...

¡Eso!

En el bazar, ordenado y pulcro, hay tinas de latón . Alforjas. Sombreros. Espejos que dibujan secretamente las vidas de otros. También bártulos inservibles. Una vieja y destartalada bicicleta al fondo. Y unos ojos de fuego: la sangre inquieta y la ilusión en sus labios. Un colibrí ardiente. Una puerta entreabierta.

¡Mira si sabe el pillo! ¡Una bicicleta!

No es una bicicleta. Es la bicicleta. Para ambos.

Tendrás que limpiarla un poco, Manuel. Hace tantos años que...

El chico no espera; no puede. Un salto y ya cabalga moviendo los pies nerviosos, como un molinillo, agarrándose al manillar cual si fueran las bridas de su Platero. Está tan gracioso...

¡Espera, Manuel! Toma esto también.

Para que, apoyado en el marco de la puerta viendo a los chicos pasar, con la mirada perdida en lo que pudo ser y no fue, al oir ese timbre recuerde que él, Fernando Ortega, el viudo de la señá Pepita, habría sido un buen padre.

jueves, 30 de julio de 2009

'Esmegma'

Probablemente la palabra más vomitiva de nuestro diccionario: esmegma.

Al pronunciarla, su sibilina 's', capital, se desliza entre tus dientes, tus labios, como queriendo anestesiarlos para permitir que pequeñas partículas de saliva se expulsen con su 'g' intercalada, favoreciendo así rememorar su semántica. Y al nombrarla, en tu mente se forma una imagen, y piensas en ello. En esa pasta blancuzca adherida al glande de cualquiera.

¿Cualquiera? ¡No, no! De cualquiera no. Sólo los no circuncidados y poco asiduos a la ducha diaria. O a la higiene íntima, como gustan en poetizar los directores de marketing de Dermovagisil.

Osea, ¿que tú estás circuncidado? ¿Sufriste fimosis en tu infancia, tenías el frenillo corto, ...? ¿Te lo hicieron por higiene, por evitar males mayores, ...? ¿O es que ahora me vas a decir que eres judío? ¿Te dolió? ¿No te sientes raro? ¿Recuerdas cómo era la sensación antes?

Pues, ¿sabes? Dicen que sirve para lubricarte. Así que si estás circuncidado... eso te tiene que molestar. ¡A mí no me jodas!

¿Qué pasa, que tú te lo dejas ahí hasta que se hace yogur? Porque yo no lo estoy. Ni falta que me hace. ¡Pero me lo limpio toditos los días!

'ESMEGMA'. ¡Urgh! ¡Es que suena tan mal! Dicen que puede ser cancerígeno. Y vamos... sólo hay que ver la pinta que tiene... - Un sorbo de cerveza se atraganta en mitad del esófago-.

¿Crees que si tienes mierda de esa y te la chupan sabrá peor? Joder... es que no quiero ni imaginármelo. Así, como cuando la nata de la leche se queda flotando en el café, o como si estuviera cortada...

Oye, ¿y por qué no hablamos de PUTAS, eh? Porque me estáis amargando la caña, ya...

domingo, 3 de mayo de 2009

Síndrome de abstinencia

Contemplando un océano de mil lágrimas de luz en la noche
me deseo amándote, desesperádamente
loco por haberte visto llegar para después partir;
como el marino al puerto,
como el sol al horizonte.

Fuiste nada y nadie durante sólo un instante,
pero fuiste.
Y ahora dueles hondo, penetrando
en lo poco que aún me queda por pudrir.

Sabes que tuve miedo, como se teme lo infranqueable.
Que agoté mi orgullo.
Que no te vi huir, te sentí ya lejos de aquí.

Me encontré solo sin siquiera haberte tocado.
Sin haberte conocido.

Pues así viniste. Y así te vas.

Fugaz.

lunes, 6 de abril de 2009

Motivos personales

Larga fue la noche en que, para no sucumbir, astilló con las uñas muebles dieciochescos recién barnizados. Pero se le agotaron antes las garras que la madera.

*****

Al atravesar el pasillo que le empujaba hacia la sala de juntas, el reflejo de un espejo se escabulló por una rendija, con tan mala suerte que chocó con sus ojos grises. 'La puta moda de los lavabos unisex', pensó, y se ajustó la corbata. Abrió la puerta dispuesto a lavarse las manos y a pringárselas de mierda.

Rápidamente, Lucía se sorbió algo más que los mocos. Unas ojeras como robadas de un cementerio llegaban hasta el frío mármol salpicado de polvo blanco. Una vez más se restregó la nariz, miró al techo, aspiró por la boca pausadamente. El sonido de otro grifo la meció por un instante. 'Vaya mierda que llevas. Y qué mal te sienta ese jodido traje de chaqueta. Pareces un tío'. Sus pupilas de lechuza hambrienta se fijaron en su propia imagen, pero el espejo se negaba a devolverle la mirada y observaba a Pablo. La cocaína intentaba (sin mucho éxito) hacerle parecer serena.

- Señor Contreras, comunique a los socios la puesta en venta de mi paquete accionarial. Yo debo ausentarme de la reunión - Se mordió lateralmente el labio inferior casi espásmicamente. Se le cerraron los ojos y se le escurrió una lágrima. Los volvió a abrir con el esfuerzo de una nueva inspiración -. Motivos personales.

El chasquido de lengua en tono de desaprobación que tronó en su cabeza sin haberlo llegado a escuchar era el de su padre. Y supo, mientras salía y se alejaba taconeando por el corredor, que le acompañaría hasta que sintiera perforársele el tímpano.

jueves, 2 de abril de 2009

Asco

Me desperté ahogando una arcada. Sin estar ya lo suficientemente borracho, la sensación era horrible: los pedazos aún demasiado enteros de la carne mechada de la noche anterior pintados con color burdeos se agolpaban en mi boca, queriendo salir todos a la vez. Tan sólo el tacto de aquella masa informe subiendo por mi esófago me hacía querer expulsarlo con más y más fuerza, hasta el punto de que los espasmos de mi estómago llegaban a ser absolutamente incontenibles. Pensé que ni siquiera podía considerar mi cuerpo como algo mío, perfectamente bajo control, y me odié aún más.

Tragué lo que no debía haber tragado, y que aún guardaba en mi boca. Eso provocó que mi abdomen reaccionara como una catapulta. Aún no sé cómo conseguí llegar a introducir mi cabeza en el agujero blanco mortecino antes de que toda aquella mierda saliera de mi cuerpo, pero lo hice. Desfiguré lo que dentro de mí debería haber sido un todo, y lo arrojé sobre un charco de agua prefabricada. Lástima que no haya caído todo dentro, me dije mientras los churretones de lo que había sido vino se escurrían por la loza y mis ojos se giraban hacia dentro como queriendo ver mi cerebro estallar. Me golpeé la cabeza contra la cisterna, arrodillado, ya perdido el equilibrio; creo que debería haberme hecho daño. Mi mano derecha resbalaba por la mampara de plástico de la ducha, agarrándose a nadie sabe qué; la izquierda, hubiera jurado que no existía.

Esperé. Esperé a que alguien viniera, me levantara y con todas sus fuerzas consiguiera arrastarme de nuevo hasta mi cama. Que me susurrara que todo estaba bien, que debía descansar. Que me acariciara el pelo mientras consiguía que me durmiera. Que se fuera lentamente y sin hacer ruido para no despertarme y dejarme dormir. Que en el último momento, ya cerrando la puerta, prefiriera quedarse conmigo, por si algo no iba bien...

Pero desperté a la tarde siguiente. Amarrado a la taza del váter por una soga de vómito, con el asco recorriéndome las fosas nasales, mis venas rebosando alcohol y el cuerpo embadurnado de restos de la cena del día anterior. Nauseabundamente hundido.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Delirios de flaqueza

Imagínate partir un tren con alguien a quien quieres a bordo. Un tren que sientes que se va lejos. Mucho más de lo que a ti te gustaría, aunque no vaya más que a doblar una esquina. O a seguir la fiesta a otra parte, mientras tú crees que no debes continuar, que a la mañana siguiente debes empezar a hacer cosas que te hagan sentir algo más responsable de lo que eres en realidad.

¿Y qué haces?

Te das la vuelta y no miras atrás, aunque no quisieras haber dejado de mirar en aquella dirección.

Y llegas a tu agujero y la única manera que tienes de vivir lo que no has podido vivir es escribir. Escribirte. Con el miedo de que no entiendan lo que quieres decir.

Y te duermes solo y frío. Tan frío... Cuando solamente querrías un abrazo más, mezcla de protección y evasión, mientras acariciases tu cara sobre su hombro. Y besaras su omóplato. Y luego su mejilla. Y te apretaras contra su espalda, muy fuerte, como si al dejar de hacerlo todo se fuera a desmoronar. Y, dulcemente, te durmieras rozando su vientre, con la sensación de que aquello, de alguna manera, no acabaría nunca. Por mucho que amaneciera.

Pero no. Los cuentos de hadas nunca dicen la verdad.

Y así acabas: añorándolo todo mientras el alcohol te mece en la cama, aún borracho y con los oídos zumbándote con las sevillanas infernales del mejor garito de la manzana.



Mira, yo no soy nada. Y si fuese algo, dejaría de serlo por ti.

lunes, 16 de febrero de 2009

Belleza

Una mirada huidiza, temerosa de encontrar otros ojos. Una voz susurrada pero segura. Una sonrisa eterna que se clave en las pupilas. El primer contacto de su piel. Unos dedos entrelazados. O una caricia pausada y desnuda.

Caminar muy despacio, queriendo detener el tiempo, mientras sientes las hojas crepitar bajo tus pies. Espiar por encima de una taza que esconde una mueca pícara. Reír al unísono. Compartir recuerdos de cualquier tiempo pasado, aunque no fuera mejor. Serenar un llanto ahogado en tu pecho. O dormir fundido en un abrazo infinito.

Descubrirte, en mitad de una frase, formando parte de algo. Y saberte cómplice de lo ineludible.

O todo a la vez.

*****

Busco irremediablemente la belleza. La pureza de lo íntimamente hermoso.

Y, en ocasiones, he tenido la suerte de encontrarlo.