Llevabas una falda vaquera que te quedaba demasiado corta. No me gustaba, pero sí tus piernas. Del resto de tu ropa no me acuerdo. Yo llevaba una camisa a rayas, azul, que ya nunca me pongo.
El pub estaba decorado con fotos de safaris, de elefantes y, ahora recuerdo, otra de una boa a punto de estrangular a un bigotudo occidental; cabezas reducidas por jíbaros, cuernos, lanzas. Todo muy africano. Un sitio muy chic.
Allí sólo estábamos cuatro personas, dos parejas. Los otros tendrían unos 50 años y resultaba repulsivo ver cómo aquel crápula manoseaba las carnes abundantes de su compañera de lascivia. Si hubiéramos estado tan sólo un metro más cerca estoy seguro de que habríamos oído sus gemidos roncos, animales, sobre la leve música que (supongo) sonaba en aquel oscuro sótano. Cada vez que los miraba me recorría un escalofrío mudo que me hacía instintivamente volver la cabeza, seguir a lo nuestro.
Lo nuestro era lo mismo que lo suyo, pero a mí me parecía mucho más natural. Señores, a hacer esas cosas, con su edad, se va uno a un hotel. Pero nosotros, con nuestros 20 años recién cumplidos, teníamos patente de corso. O al menos eso quería creer yo. Me resultaba vergonzoso, no obstante, cada vez que la camarera se acercaba a recoger alguna servilleta sucia o vaso vacío. Yo levantaba la cabeza por encima de tu cuello y sacaba la mano lo más lenta y disimuladamente posible de tu entrepierna, te decía un sinsentido cualquiera con sonrisa de pánfilo y volvía a buscarte en cuanto la del delantal de leopardo se daba la vuelta.
Te emborrachaste con sólo una copa. Tu cóctel llevaba vodka y era más fuerte que el mío. El mío sabía a piña. A mí no me gusta la piña, tampoco el vodka, y ninguno de los dos me quitaba la sed.
Era pleno verano y hacía demasiado calor. Acabamos en un colchón sin sábanas, en el suelo. No hicimos el amor, precisamente. Después ya no pude dormir.
Por la mañana, guardaba tu olor en mi perilla rala de putero sin clase. Tu recuerdo en mi cabeza. Mi dinero en tu cartera. Un taxímetro corría hacia la otra punta de Madrid.
El pub estaba decorado con fotos de safaris, de elefantes y, ahora recuerdo, otra de una boa a punto de estrangular a un bigotudo occidental; cabezas reducidas por jíbaros, cuernos, lanzas. Todo muy africano. Un sitio muy chic.
Allí sólo estábamos cuatro personas, dos parejas. Los otros tendrían unos 50 años y resultaba repulsivo ver cómo aquel crápula manoseaba las carnes abundantes de su compañera de lascivia. Si hubiéramos estado tan sólo un metro más cerca estoy seguro de que habríamos oído sus gemidos roncos, animales, sobre la leve música que (supongo) sonaba en aquel oscuro sótano. Cada vez que los miraba me recorría un escalofrío mudo que me hacía instintivamente volver la cabeza, seguir a lo nuestro.
Lo nuestro era lo mismo que lo suyo, pero a mí me parecía mucho más natural. Señores, a hacer esas cosas, con su edad, se va uno a un hotel. Pero nosotros, con nuestros 20 años recién cumplidos, teníamos patente de corso. O al menos eso quería creer yo. Me resultaba vergonzoso, no obstante, cada vez que la camarera se acercaba a recoger alguna servilleta sucia o vaso vacío. Yo levantaba la cabeza por encima de tu cuello y sacaba la mano lo más lenta y disimuladamente posible de tu entrepierna, te decía un sinsentido cualquiera con sonrisa de pánfilo y volvía a buscarte en cuanto la del delantal de leopardo se daba la vuelta.
Te emborrachaste con sólo una copa. Tu cóctel llevaba vodka y era más fuerte que el mío. El mío sabía a piña. A mí no me gusta la piña, tampoco el vodka, y ninguno de los dos me quitaba la sed.
Era pleno verano y hacía demasiado calor. Acabamos en un colchón sin sábanas, en el suelo. No hicimos el amor, precisamente. Después ya no pude dormir.
Por la mañana, guardaba tu olor en mi perilla rala de putero sin clase. Tu recuerdo en mi cabeza. Mi dinero en tu cartera. Un taxímetro corría hacia la otra punta de Madrid.