Imagínate partir un tren con alguien a quien quieres a bordo. Un tren que sientes que se va lejos. Mucho más de lo que a ti te gustaría, aunque no vaya más que a doblar una esquina. O a seguir la fiesta a otra parte, mientras tú crees que no debes continuar, que a la mañana siguiente debes empezar a hacer cosas que te hagan sentir algo más responsable de lo que eres en realidad.
¿Y qué haces?
Te das la vuelta y no miras atrás, aunque no quisieras haber dejado de mirar en aquella dirección.
Y llegas a tu agujero y la única manera que tienes de vivir lo que no has podido vivir es escribir. Escribirte. Con el miedo de que no entiendan lo que quieres decir.
Y te duermes solo y frío. Tan frío... Cuando solamente querrías un abrazo más, mezcla de protección y evasión, mientras acariciases tu cara sobre su hombro. Y besaras su omóplato. Y luego su mejilla. Y te apretaras contra su espalda, muy fuerte, como si al dejar de hacerlo todo se fuera a desmoronar. Y, dulcemente, te durmieras rozando su vientre, con la sensación de que aquello, de alguna manera, no acabaría nunca. Por mucho que amaneciera.
Pero no. Los cuentos de hadas nunca dicen la verdad.
Y así acabas: añorándolo todo mientras el alcohol te mece en la cama, aún borracho y con los oídos zumbándote con las sevillanas infernales del mejor garito de la manzana.
Mira, yo no soy nada. Y si fuese algo, dejaría de serlo por ti.