Al abrir chirriaron los goznes, la madera muerta que se negaba a ser abierta. Cargué con el hombro primero y después pateé la puerta, que golpeó sordamente la pared dejando una marca de óxido transferida del cerrojo FAC. El piso olía a humedad, a nicho olvidado sin flores. Me propuse arrancar toda la vida de ese lugar, arrebatarle todo lo que un día pudo tener algún valor.
En el dormitorio principal volqué los cajones de cómodas y mesillas. Abrí todos los armarios, rebusqué en todos los bolsillos, vacié todos los bolsos. Encontré algunas carteras, con fotos y algún carnet, sin nada de dinero. Busqué en el interior de cada pieza de calzado, debajo del colchón. Removí las baldosas sueltas. Un cristo, desde el cuadro sobre el cabecero, me miraba con ojos desencajados. Salí de allí con collares y otras joyas, una camisa elegante de hombre de rayas verticales verdes, unos zapatos italianos sin estrenar del 42 y la idea de volver más tarde a medir el somier. Los otros dos dormitorios de la casa estaban perfectamente vacíos, incluso las baldas de las estanterías: solo el polvo acumulado y dormido quedaba allí.
La cocina era pequeña y su suelo de terrazo gris. La luz del frigorífico no se encendió al abrirlo ni tenía dentro qué iluminar. Abrí todas las portezuelas, revisé el interior de cada olla, cada cazuela, cada bote metálico o de cristal: no había nada. Tras un tarro de Eko encontré un monedero con pesetas: dos piezas de 50 y una de 25, de esas con el agujero en medio. Me dio tanta lástima que lo dejé allí.
En el armarito con la puerta de espejo del cuarto de baño no había más que enseres inútiles y una dentadura postiza que me arrancó una arcada que invadió mi esófago; la arrojé por el retrete y tiré de la cadena metálica que vaciaba la cisterna, tras comprobar que no había nada dentro de ella, allá arriba.
Tan abigarrado estaba el comedor, que hacía las veces de sala de estar, que tuve que sacar las sillas para poder desenvolverme con facilidad. Cada sofá, cada sillón con su funda de sky y su paño de ganchillo trajo a mi memoria viejos recuerdos, que yo creía romos, pero que me hicieron vacilar. Recorrí la estantería revisando los pedazos de una vida que no era mía, ni tampoco de nadie ya: la vajilla de las ocasiones especiales (igual de penosa que la habitual), el "Recuerdo de Mijas" (una burrita cargada con su cartel), un palillero sin palillos, papeles en los que había apuntados los números ganadores de la lotería de quién sabe cuándo, unos cuantos caramelos sabor eucaliptus, muchos libros amarillentos roídos por el tiempo, un televisor Grundig de sintonía manual. Unas violetas secas en la ventana. Una mesa camilla que alguna vez guardó el fuego de un brasero bajo su mantel de hule. Una mala copia de El entierro del Conde de Orgaz (con una mano de más y un muerto más vivo que cualquiera de los enseres de aquella casa) enmarcada en un rastro de humedad que zigzagueaba por la pared. Agarré el cuadro y lo estampé contra el suelo, lo pisé y maltraté hasta ver volar las astillas del marco, y comencé a gritar desesperada, desconsolada, angustiada y sola.
Con la misma rabia agarré cada momento vivido en ese lugar y lo arrojé al interior del saco de basura negro, junto con cada cosa que arrancaba de allí, mientras las lágrimas formaban surcos arrugándome la cara y la vida. Supe que nunca más volvería.
En el dormitorio principal volqué los cajones de cómodas y mesillas. Abrí todos los armarios, rebusqué en todos los bolsillos, vacié todos los bolsos. Encontré algunas carteras, con fotos y algún carnet, sin nada de dinero. Busqué en el interior de cada pieza de calzado, debajo del colchón. Removí las baldosas sueltas. Un cristo, desde el cuadro sobre el cabecero, me miraba con ojos desencajados. Salí de allí con collares y otras joyas, una camisa elegante de hombre de rayas verticales verdes, unos zapatos italianos sin estrenar del 42 y la idea de volver más tarde a medir el somier. Los otros dos dormitorios de la casa estaban perfectamente vacíos, incluso las baldas de las estanterías: solo el polvo acumulado y dormido quedaba allí.
La cocina era pequeña y su suelo de terrazo gris. La luz del frigorífico no se encendió al abrirlo ni tenía dentro qué iluminar. Abrí todas las portezuelas, revisé el interior de cada olla, cada cazuela, cada bote metálico o de cristal: no había nada. Tras un tarro de Eko encontré un monedero con pesetas: dos piezas de 50 y una de 25, de esas con el agujero en medio. Me dio tanta lástima que lo dejé allí.
En el armarito con la puerta de espejo del cuarto de baño no había más que enseres inútiles y una dentadura postiza que me arrancó una arcada que invadió mi esófago; la arrojé por el retrete y tiré de la cadena metálica que vaciaba la cisterna, tras comprobar que no había nada dentro de ella, allá arriba.
Tan abigarrado estaba el comedor, que hacía las veces de sala de estar, que tuve que sacar las sillas para poder desenvolverme con facilidad. Cada sofá, cada sillón con su funda de sky y su paño de ganchillo trajo a mi memoria viejos recuerdos, que yo creía romos, pero que me hicieron vacilar. Recorrí la estantería revisando los pedazos de una vida que no era mía, ni tampoco de nadie ya: la vajilla de las ocasiones especiales (igual de penosa que la habitual), el "Recuerdo de Mijas" (una burrita cargada con su cartel), un palillero sin palillos, papeles en los que había apuntados los números ganadores de la lotería de quién sabe cuándo, unos cuantos caramelos sabor eucaliptus, muchos libros amarillentos roídos por el tiempo, un televisor Grundig de sintonía manual. Unas violetas secas en la ventana. Una mesa camilla que alguna vez guardó el fuego de un brasero bajo su mantel de hule. Una mala copia de El entierro del Conde de Orgaz (con una mano de más y un muerto más vivo que cualquiera de los enseres de aquella casa) enmarcada en un rastro de humedad que zigzagueaba por la pared. Agarré el cuadro y lo estampé contra el suelo, lo pisé y maltraté hasta ver volar las astillas del marco, y comencé a gritar desesperada, desconsolada, angustiada y sola.
Con la misma rabia agarré cada momento vivido en ese lugar y lo arrojé al interior del saco de basura negro, junto con cada cosa que arrancaba de allí, mientras las lágrimas formaban surcos arrugándome la cara y la vida. Supe que nunca más volvería.
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Hace ya tres meses que mamá se ha ido. Mi tío insiste en que murió de pena, tras el cáncer que se llevó papá. Que estaba tan sola que nada mejor podía hacer que morirse. O al menos eso repetía ella, una y otra vez, cada día, cuando iba a verla a su residencia.
Cinco años allí han sido toda una vida, una larga y penosa espera. Pero más son los que pasó en su casa, en la que ya no queda nadie. Tengo que ir algún día y recoger todo aquello. Arreglar un poco el piso y ponerlo en venta, no sé. Algo tendré que hacer. Pero aún no tengo valor para enfrentarme a lo que ya no existe.
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