Caminaba encorvada y escurrida, agazapada, una despreciable alimaña ponzoñosa que miraba la Gran Torre de reojo, como si la impactante mole pudiera descubrirla allá abajo y enojarse por ello.
Caminaba y se imaginaba dentro de aquel ente, que sentía como un ser vivo, y recorría mentalmente el coloso de hormigón y acero, cristal y sueños: a través de su torrente de gente, surcando amplios pasillos, elevándose en ascensores transparentes, atravesando puertas extensas y tornos de seguridad, trataba de ubicarse en cada momento dentro de la torre, de adivinar su orientación respecto a la fachada principal, la altura a la que se encontraba o lo distante que estaba de su pilar central, espina dorsal de aquel animal interiormente palpitante y ruidoso, nube compacta de tábanos translúcidos digiriendo carne muerta. Se veía, de alguna manera, envenenándolo todo a su paso, con un hedor a desecho humano, putrefacto, con su imagen macabra de marioneta rota y sin hilos y su frívola sonrisa de hielo; acá y allá, agrietando la solidez del edificio desde dentro, desde lo más profundo de su interior, hasta hacerlo temblar sobre sus cimientos, y verlo implosionar y desaparecer; hasta ser la nada, polvo y cenizas, y verlo expirar ante sus pies.
Aún con ojos envidiosos y heridos, vidriosos de ofidio moribundo, admirando secretamente aquel objeto de su deseo, tan cercano e inmenso como insignificante y diminuto era él ante su presencia, penetró en la boca del subterráneo y descendió como río desbordado hacia su oscura madriguera, abrigo de calor malsano y enfermizo.
Maldito iluso – se repitió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario