lunes, 27 de octubre de 2008

Soul

Despertó y, sin abrir los ojos, se dio cuenta de que aún recordaba aquella mirada de la noche anterior.

Aquel momento en el que en una tertulia de amigos alrededor de una mesa, hablando de no importa qué, sus ojos se encontraron y no se demoraron en saludos o en clichés predefinidos. No había tiempo.

Sus ojos tan sólo se encontraron y, separados dos metros, se abrazaron. Y sintieron sus almas con la yema de sus pupilas. Y se sumergieron en un iris de caricias y besos, en una brisa leve y cristalina de susurros inaudibles pero reales. Tan reales como aquella mirada dulce y sincera que abrazaba y sentía, susurraba y tocaba, besaba y se elevaba, y flotaba, y se dejaba llevar; amaba, en definitiva.

Ella, entonces, torció la boca en ese gesto tan gracioso que sólo ella conseguía, parpadeó, sonrió y, tras aquellos dos segundos, continuó hablando.

*****

Ahora él no quería abrir los ojos.

Tenía miedo.

Pero qué sería del amor si no existiera el miedo.



jueves, 23 de octubre de 2008

Lección 27


¿Crees que aún puedes enseñarle algo a alguien?

Miguel no hacía más que cuestionarse una y otra vez aquella insidiosa pregunta. Desde hacía dos semanas pasaba sus días entre el hastío y la práctica desesperación de la persona que aún se siente útil y no puede hacer nada por demostrarlo. Sus días como maestro de escuela habían terminado forzosamente debido a aquella puñetera enfermedad y, ahora, la amalgama de dudas y recuerdos que rondaban su cabeza no conseguía otra cosa que machacar el endeble espíritu que le había quedado tras perder a su esposa pocos años atrás.

Y por fin, tras cuarenta minutos de espera en aquella sala amplia y frigoríficamente acondicionada, el chico de la ventanilla musitó: el 35.

Santi era un treintañero con una oposición aprobada. Y poco más. Se sentía vacío y mustio en aquella oficina en la que se deslizaban los días, con jornada laboral de 40 horas semanales (según convenio). Sus ansias por convertirse en un abogado defensor de la Justicia habían dado paso a aquella rutina mortal, en la que jamás pasaba nada. Fechar, firmar, sellar y archivar; ¿alguna cosa más, caballero? En ese caso, buenos días. Harto y perenne, ofuscadamente repetitivo y asqueado, Santi no deseaba otra cosa más que salir de allí.

Buenos días (sacando un puñado de papeles de una carpeta). Quería entregar estos impresos...

Esto está sin rellenar, señor.

Sí, ya lo sé. Quería pedirle si...

¿No ha leído el cartel a la entrada, caballero?

Eh... No.

Todos los impresos deben presentarse en ventanilla ya cumplimentados para aligerar el trabajo. Aquí no podemos dedicarnos a rellenar sus formularios.

Disculpe... no he podido cumplimentar mis formularios. Tampoco leer el cartel de la entrada. Soy ciego, señor. Ceguera crónica.

Aquella enfermedad le estaba asesinando el alma, pero una sonrisa limpia y sincera surcó su cara y se instaló allí para no abandonarla jamás.

No hicieron falta disculpas, miradas esquivas. Tampoco agradecimientos tras cumplimentar juntos aquellos impresos de solicitud de prestaciones para personas con discapacidad. El maestro había impartido de nuevo una lección; el alumno la había aprendido.

A la salida, Miguel esperaba a Santi en la cafetería de la acera de enfrente. Habían quedado para comer; daba igual menú o a la carta. De verdad.

lunes, 20 de octubre de 2008

Azul, lamento ser tan duro.

Porque eres azul.
Azul cobarde y fugitivo, azul de puntillas.
Azul a pedazos, a golpes de viento.
Azul fulano, azul desnudo.
Azul torpe y desmadejado.

Y te deslizas por debajo del filo del olvido
y te inyectas sibilinamente en un huequito del alma.

Así me arrepiento de estar vivo
mientras paseas tu risa por mi oído
y yo me asusto.

Y en esa agonía secuestro cada parte de tu cuerpo
para separar lo digno de lo puramente vano,
pero no lo encuentro.

Porque no eres nada. Eres vacío, angustia y soledad.
Eres azul, azul plano, azul opaco.
¡Azul, exhaustivamente azul!

Azul lejano, como el mar.

viernes, 10 de octubre de 2008

Una de vaqueros

Timmy y Joe se encontraron frente a frente en la calle principal de aquel pueblucho dejado de la mano de Dios. Ninguno tenía nada mejor que hacer que morir aquel día: sus vidas eran un carrusel sin sentido de alcohol y chicas con faldones de can-can; así que, tras el paso de una de esas bolas de polvo y matojos secos tan habituales en los asuntos importantes del (no tan) lejano oeste, se lanzaron una mirada bajo sus sombreros calados hasta las cejas y dispararon una bala cada uno: sin mayor motivo, sin mejor explicación.

Y dos y no más hicieron falta para que uno y otro sintieran que aquello no había sido más que la crónica de una muerte que había tardado demasiado en llegar.

Again, 7'17 AM. Estamos jodidos

Ando nervioso esta mañana, aún anochecida. Los ecos del vino de la noche anterior se reflejan en mi paladar, recordándome que no me he acostado todavía. Espero mi chocolate, mi tenue saludo a la mañana de mañana, para después volver a sumirme en el sinsentido del sueño a deshora.

Ahora, la mente no me anda muy lúcida: me debato entre amordazarme para siempre o morder a alguien. Claro, que no tengo a nadie en mi cama; se antoja difícil la segunda opción.

No es país para viejos, decían los hermanos Cohen. No la he visto, pero me identifico con el mensaje. Más allá del asesino desalmado engendrado en Javier Bardem (¿soy yo, o a alguien más le parece un soberano capullo engreído?), el título me dice más de lo que quizás pueda decirme el film en sí: yo también ando falto de identidad en esta burbuja. Y ya se sabe, a buen entendedor...

Y hablando de otros temas vanales: ¿tostadas finas para el desayuno? Yo, en este instante, un jabalí crudo y en celo, me comía...

Buenas noches, y buena suerte, mi pequeño Pepito Grillo. Para ti es para quien escribo

miércoles, 8 de octubre de 2008

Sin nada más en la cabeza, a las 4'30

Que al mirar la luna pensaste en no volver a ser tú, en volver la mirada atrás y salvar todo aquello que alguna vez pudo merecer la pena...

martes, 7 de octubre de 2008

Orgullo, temor y responsabilidad

Con aire desalmado, Donovan volvió a cargar su arma: recogió dos cartuchos más del 24 de la pequeña caja que descansaba junto a sus pies, deslizó el cañón de su escopeta hacia delante e introdujo el puñado de perdigones enfundados en cartón en aquellos orificios oscuros.

Entonces, le cedió el arma al chico: su hijo tenía 7 años y era la primera vez que acompañaba a su padre al monte. Sentía una mezcla de orgullo, temor y responsabilidad. Desde que era capaz de almacenar datos en su memoria tenía la imagen de su padre levantándose a las 4 de la mañana, calzándose aquellas botas que pesaban más que una vida, recogiendo la recortada del armario, entre el mono azul de trabajo y el pantalón de franela negro, desayunando una taza de café oscuro como el carbón, sin azúcar, pegando un portazo sin importarle que aún faltaran dos horas y pico para amanecer; todo, mientras él se hacía un ovillo en la cama asomando tan sólo aquellos ojos fugaces y felinos entre la maraña de ropa de cama.

Mamá no estaba muy de acuerdo (nada de acuerdo) con la incursión de aquella mañana, pero mamá no tenía mucho que decir: cuando Donovan tenía alguna idea, la imponía. Era la ley de la selva aplicada al hogar. Así de crudo, así de cierto.

Peter encaró el mecanismo metálico hecho un manojo de nervios. Ahora asómate al agujero y cuando veas algún ciervo, aprieta el gatillo, dijo Donovan. Y así lo hizo, tan sólo medio minuto después. El peso del arma apenas le había permitido mantenerla erecta, pero había hecho el disparo perfecto. Un estruendo de muerte y pólvora rasgó la magrugada, desgarrando la carne de aquel cervatillo de no más de 6 meses de vida que un momento antes parecía alegre y saltarín. Ahora, se esforzaba en respirar, emitía estértores roncos, la sangre gorgoteaba en su traquea desgranada en plomo, mientras salía a borbotones por su hocico sucio del barro del suelo. Sin embargo, lo que más dolía ver eran sus ojos: inmensos, vidriosos, llenos de muerte, emitían una mezcla de orgullo, temor y responsabilidad por seguir respirando, por seguir vivo.

Y Peter comenzó a llorar amargamente, sollozando entre mares de lágrimas, queriendo estar, ahora y siempre, una vez más, por favor, al lado de su mamá.

7 de octubre

El amarillo tiende a ocre esta mañana.
A cigarrillo apurado, un edificio sombrío de la calle Alcalá.
El aura ha decidido no hacer acto de presencia
y esconderse en alguna gruta fría y húmeda
de esas que aún quedan en Madrid.

Un papel mojado anuncia la crisis del siglo;
qué mal que acabe de empezar.

Un inmigrante regala aires perfumados
de azufre, sudor y sal.

Las tostadas aún están tibias en mi estómago y,
sin embargo, no alcanzan a calentar mi corazón,
hoy, tenue reflejo de lo que, creo recordar, fue algún día,
en un tiempo que me es imposible fechar.

Quizás las nubes de polvo y mierda que sobrevuelan la ciudad
sean sólo el último aliento de mi ser extinto.

Algo viejo, terriblemente exhausto, se sienta hoy ocupando mi lugar.
Si no recuerdo mal, ayer fue igual.

Toques de vacío, de inhumanidad,
de crueldad absoluta se agolpan en mi cabeza.
Pero no es mi culpa.
No, y mil veces no.

El amor propio es aquel que te has de proporcionar
cuando nadie a tu alrededor te concede el suyo.
Del primero, no me queda,
del segundo, huyo sin querer hacerlo.

Maldita la mañana, maldito el sol que no calienta.
Maldito el amigo que se nombra sin serlo,
la compañía fría del que no te quiere suficiente.

Maldito yo por confiar en lo ajeno,
y por morir en el intento de no hacer nada por evitarlo.