Despertó y, sin abrir los ojos, se dio cuenta de que aún recordaba aquella mirada de la noche anterior.
Aquel momento en el que en una tertulia de amigos alrededor de una mesa, hablando de no importa qué, sus ojos se encontraron y no se demoraron en saludos o en clichés predefinidos. No había tiempo.
Sus ojos tan sólo se encontraron y, separados dos metros, se abrazaron. Y sintieron sus almas con la yema de sus pupilas. Y se sumergieron en un iris de caricias y besos, en una brisa leve y cristalina de susurros inaudibles pero reales. Tan reales como aquella mirada dulce y sincera que abrazaba y sentía, susurraba y tocaba, besaba y se elevaba, y flotaba, y se dejaba llevar; amaba, en definitiva.
Ella, entonces, torció la boca en ese gesto tan gracioso que sólo ella conseguía, parpadeó, sonrió y, tras aquellos dos segundos, continuó hablando.
Pero qué sería del amor si no existiera el miedo.
Aquel momento en el que en una tertulia de amigos alrededor de una mesa, hablando de no importa qué, sus ojos se encontraron y no se demoraron en saludos o en clichés predefinidos. No había tiempo.
Sus ojos tan sólo se encontraron y, separados dos metros, se abrazaron. Y sintieron sus almas con la yema de sus pupilas. Y se sumergieron en un iris de caricias y besos, en una brisa leve y cristalina de susurros inaudibles pero reales. Tan reales como aquella mirada dulce y sincera que abrazaba y sentía, susurraba y tocaba, besaba y se elevaba, y flotaba, y se dejaba llevar; amaba, en definitiva.
Ella, entonces, torció la boca en ese gesto tan gracioso que sólo ella conseguía, parpadeó, sonrió y, tras aquellos dos segundos, continuó hablando.
*****
Ahora él no quería abrir los ojos.
Tenía miedo.
Tenía miedo.
Pero qué sería del amor si no existiera el miedo.