Con aire desalmado, Donovan volvió a cargar su arma: recogió dos cartuchos más del 24 de la pequeña caja que descansaba junto a sus pies, deslizó el cañón de su escopeta hacia delante e introdujo el puñado de perdigones enfundados en cartón en aquellos orificios oscuros.
Entonces, le cedió el arma al chico: su hijo tenía 7 años y era la primera vez que acompañaba a su padre al monte. Sentía una mezcla de orgullo, temor y responsabilidad. Desde que era capaz de almacenar datos en su memoria tenía la imagen de su padre levantándose a las 4 de la mañana, calzándose aquellas botas que pesaban más que una vida, recogiendo la recortada del armario, entre el mono azul de trabajo y el pantalón de franela negro, desayunando una taza de café oscuro como el carbón, sin azúcar, pegando un portazo sin importarle que aún faltaran dos horas y pico para amanecer; todo, mientras él se hacía un ovillo en la cama asomando tan sólo aquellos ojos fugaces y felinos entre la maraña de ropa de cama.
Mamá no estaba muy de acuerdo (nada de acuerdo) con la incursión de aquella mañana, pero mamá no tenía mucho que decir: cuando Donovan tenía alguna idea, la imponía. Era la ley de la selva aplicada al hogar. Así de crudo, así de cierto.
Peter encaró el mecanismo metálico hecho un manojo de nervios. Ahora asómate al agujero y cuando veas algún ciervo, aprieta el gatillo, dijo Donovan. Y así lo hizo, tan sólo medio minuto después. El peso del arma apenas le había permitido mantenerla erecta, pero había hecho el disparo perfecto. Un estruendo de muerte y pólvora rasgó la magrugada, desgarrando la carne de aquel cervatillo de no más de 6 meses de vida que un momento antes parecía alegre y saltarín. Ahora, se esforzaba en respirar, emitía estértores roncos, la sangre gorgoteaba en su traquea desgranada en plomo, mientras salía a borbotones por su hocico sucio del barro del suelo. Sin embargo, lo que más dolía ver eran sus ojos: inmensos, vidriosos, llenos de muerte, emitían una mezcla de orgullo, temor y responsabilidad por seguir respirando, por seguir vivo.
Y Peter comenzó a llorar amargamente, sollozando entre mares de lágrimas, queriendo estar, ahora y siempre, una vez más, por favor, al lado de su mamá.
Entonces, le cedió el arma al chico: su hijo tenía 7 años y era la primera vez que acompañaba a su padre al monte. Sentía una mezcla de orgullo, temor y responsabilidad. Desde que era capaz de almacenar datos en su memoria tenía la imagen de su padre levantándose a las 4 de la mañana, calzándose aquellas botas que pesaban más que una vida, recogiendo la recortada del armario, entre el mono azul de trabajo y el pantalón de franela negro, desayunando una taza de café oscuro como el carbón, sin azúcar, pegando un portazo sin importarle que aún faltaran dos horas y pico para amanecer; todo, mientras él se hacía un ovillo en la cama asomando tan sólo aquellos ojos fugaces y felinos entre la maraña de ropa de cama.
Mamá no estaba muy de acuerdo (nada de acuerdo) con la incursión de aquella mañana, pero mamá no tenía mucho que decir: cuando Donovan tenía alguna idea, la imponía. Era la ley de la selva aplicada al hogar. Así de crudo, así de cierto.
Peter encaró el mecanismo metálico hecho un manojo de nervios. Ahora asómate al agujero y cuando veas algún ciervo, aprieta el gatillo, dijo Donovan. Y así lo hizo, tan sólo medio minuto después. El peso del arma apenas le había permitido mantenerla erecta, pero había hecho el disparo perfecto. Un estruendo de muerte y pólvora rasgó la magrugada, desgarrando la carne de aquel cervatillo de no más de 6 meses de vida que un momento antes parecía alegre y saltarín. Ahora, se esforzaba en respirar, emitía estértores roncos, la sangre gorgoteaba en su traquea desgranada en plomo, mientras salía a borbotones por su hocico sucio del barro del suelo. Sin embargo, lo que más dolía ver eran sus ojos: inmensos, vidriosos, llenos de muerte, emitían una mezcla de orgullo, temor y responsabilidad por seguir respirando, por seguir vivo.
Y Peter comenzó a llorar amargamente, sollozando entre mares de lágrimas, queriendo estar, ahora y siempre, una vez más, por favor, al lado de su mamá.
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