sábado, 8 de agosto de 2009

Te echaré de menos

Estuvo allí en esos momentos en que ansiaba estar sereno, en que necesitaba poder dormir. Yo, tumbado de lado, al fin seguro de que mis sueños estaban a salvo en su barca; ella, sin tan siquiera mirarme, permanecía despierta con su espalda apoyada en mi vientre, sentada perpendicularmente a la línea que mi cuerpo dibujaba bajo la sábana, con las piernas dobladas al estilo moruno, como alas de mariposa. Sus ojos, de un azul luminoso e intenso, muy claro, devoraban líneas de mi Principito.

A veces murmuraba mientras leía. Yo, que no había conseguido dormirme o que andaba todavía acariciando la vigilia, desperezaba mis ojos y me quedaba mirándola. Estaba guapa vista desde allí, desde el otro lado del río o como separados por una mampara que dividía nuestro corto espacio (un pedacito de mi cama) en dos mundos absortos en su propia existencia y, sin embargo, íntimamente unidos. Entonces, llamada por una campanilla etérea, sorprendía mi espionaje, me insinuaba, sutílmente, una graciosa mueca y volvía con su petit prince.

Lo puro del instante era la ausencia de todo lo accesorio, de todo lo vano: no había más que esto que te cuento, por increíble que parezca. Sí, ya sé que yo soy yo, pero quizás no me conoces tan bien como piensas. Reconozco que viéndolo ahora, con perspectiva, resulta extraño. Pero no lo era. En su simplicidad estaba su belleza.

*****

¿Quién ahora, en mis noches alejadas, susurrará a mi almohada?
¿Dónde amarraré esta madrugada esta angustia que no cesa?
¿Querrás, al menos, seguir leyendo en mis sueños?

miércoles, 5 de agosto de 2009

Bienvenida

Mi pequeña, a veces el Vendaval tarda en amainar. Casi siempre más de lo que quisiéramos. Enrabietado, se ofusca, golpea y duele, lo rompe todo. Sus daños, cariño, suelen ser profundos y cuesta mucho, demasiado tiempo sanar las heridas que, ciego, deja tras de sí casi sin querer.

En cambio, otras veces sopla tan fuerte que te empuja lejos, muy lejos. Cuando esto ocurre, el día menos esperado, despiertas en una playa nueva nunca antes descubierta, y que no hubieras conocido de no ser por el Vendaval. Es este tu caso, cielo. Lo sé porque esta mañana te vi llegar abrazada a un madero a la Playa de los Corales; te vi desde mi atalaya, por encima del bosque (levanta la vista, así), desde aquel refugio de piedra que divisas allá oculto, y que mantengo caliente con el fragor del Fuego.

Comprendo, mi niña, que estés asustada, que te encuentres extasiada tras tu largo viaje. Descansa primero, si quieres; yo cuidaré de ti.

Pero luego abre los ojos, date la vuelta. ¡Mira el Tucán, el Sicómoro, la Pantera, esa estrellita...! ¡Todos te quieren saludar! ¿No eres tú esa Ave Fénix de la que tanto han oído hablar?

Ven y deja irse la tormenta, descubre lo que ahora se abre ante ti. Puede que así (y quizás solo así) algún día el Vendaval, cansado, vuelva ya transformado en brisa fresca.

'Blacky'

Cada día, al llegar a la Plaza del Padre Juan de Mariana (un pequeño y desarbolado parque de tierra, pedazos de cristal rotos y un par de columpios tan oxidados como olvidados) mi perro olisqueaba sus rincones habituales y orinaba en los que consideraba oportunos. Después, siempre, escarbaba en la arena. Primero, con su mano derecha, seleccionaba el lugar: tras varios arañazos sin mucho entusiasmo aquí y allá finalmente lo encontraba. Inmediatamente, la maquinaria se ponía en marcha: con el ímpetu del galgo tras la liebre mi pequeña locomotora negra, cruce quizás de un chucho callejero con un labrador, rasca la tierra con ganas, pata tras pata, insistente, casi saltando, excavando como en busca de El Dorado... hasta que parece hallarlo.

Y entonces, solo entonces, se detenía como instintivamente y, tras un brevísimo instante apenas, introducía sus dos manos y su hocico en el hoyo, áspero y húmedo, dejando ver tan solo sus ávidos ojos negros bajo sus cejas aún más oscuras mientras, con las orejas tiesas, atentas, resoplaba duro en su interior, soltando bufidos hoscos, olfateando el aliento dulce de la tierra fresca. Y entonces me miraba.

Hoy las canas le salpican el hocico y las patas, en las que parece que se le clavan como espinas nevadas. Una densa capa nacarada blanca, sucia, le cubre las pupilas. Se acerca bamboleándose, lento y jadeante, con el vaivén de la marea de sus 12 pesados años. Se tumba de frente, dobla la muñeca izquierda y apoya la cabeza en la almohadilla de la palma de su mano: parece esperar... y, así, se queda dormido.

*****

Cierro los ojos. Ahora me mira, con el hocico dentro de su madriguera. Dentro de mi memoria. Y mi sonrisa tierna pero cansada se vuelve una mueca amarga.