Cada día, al llegar a la Plaza del Padre Juan de Mariana (un pequeño y desarbolado parque de tierra, pedazos de cristal rotos y un par de columpios tan oxidados como olvidados) mi perro olisqueaba sus rincones habituales y orinaba en los que consideraba oportunos. Después, siempre, escarbaba en la arena. Primero, con su mano derecha, seleccionaba el lugar: tras varios arañazos sin mucho entusiasmo aquí y allá finalmente lo encontraba. Inmediatamente, la maquinaria se ponía en marcha: con el ímpetu del galgo tras la liebre mi pequeña locomotora negra, cruce quizás de un chucho callejero con un labrador, rasca la tierra con ganas, pata tras pata, insistente, casi saltando, excavando como en busca de El Dorado... hasta que parece hallarlo.
Y entonces, solo entonces, se detenía como instintivamente y, tras un brevísimo instante apenas, introducía sus dos manos y su hocico en el hoyo, áspero y húmedo, dejando ver tan solo sus ávidos ojos negros bajo sus cejas aún más oscuras mientras, con las orejas tiesas, atentas, resoplaba duro en su interior, soltando bufidos hoscos, olfateando el aliento dulce de la tierra fresca. Y entonces me miraba.
Hoy las canas le salpican el hocico y las patas, en las que parece que se le clavan como espinas nevadas. Una densa capa nacarada blanca, sucia, le cubre las pupilas. Se acerca bamboleándose, lento y jadeante, con el vaivén de la marea de sus 12 pesados años. Se tumba de frente, dobla la muñeca izquierda y apoya la cabeza en la almohadilla de la palma de su mano: parece esperar... y, así, se queda dormido.
Y entonces, solo entonces, se detenía como instintivamente y, tras un brevísimo instante apenas, introducía sus dos manos y su hocico en el hoyo, áspero y húmedo, dejando ver tan solo sus ávidos ojos negros bajo sus cejas aún más oscuras mientras, con las orejas tiesas, atentas, resoplaba duro en su interior, soltando bufidos hoscos, olfateando el aliento dulce de la tierra fresca. Y entonces me miraba.
Hoy las canas le salpican el hocico y las patas, en las que parece que se le clavan como espinas nevadas. Una densa capa nacarada blanca, sucia, le cubre las pupilas. Se acerca bamboleándose, lento y jadeante, con el vaivén de la marea de sus 12 pesados años. Se tumba de frente, dobla la muñeca izquierda y apoya la cabeza en la almohadilla de la palma de su mano: parece esperar... y, así, se queda dormido.
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Cierro los ojos. Ahora me mira, con el hocico dentro de su madriguera. Dentro de mi memoria. Y mi sonrisa tierna pero cansada se vuelve una mueca amarga.
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