miércoles, 5 de agosto de 2009

Bienvenida

Mi pequeña, a veces el Vendaval tarda en amainar. Casi siempre más de lo que quisiéramos. Enrabietado, se ofusca, golpea y duele, lo rompe todo. Sus daños, cariño, suelen ser profundos y cuesta mucho, demasiado tiempo sanar las heridas que, ciego, deja tras de sí casi sin querer.

En cambio, otras veces sopla tan fuerte que te empuja lejos, muy lejos. Cuando esto ocurre, el día menos esperado, despiertas en una playa nueva nunca antes descubierta, y que no hubieras conocido de no ser por el Vendaval. Es este tu caso, cielo. Lo sé porque esta mañana te vi llegar abrazada a un madero a la Playa de los Corales; te vi desde mi atalaya, por encima del bosque (levanta la vista, así), desde aquel refugio de piedra que divisas allá oculto, y que mantengo caliente con el fragor del Fuego.

Comprendo, mi niña, que estés asustada, que te encuentres extasiada tras tu largo viaje. Descansa primero, si quieres; yo cuidaré de ti.

Pero luego abre los ojos, date la vuelta. ¡Mira el Tucán, el Sicómoro, la Pantera, esa estrellita...! ¡Todos te quieren saludar! ¿No eres tú esa Ave Fénix de la que tanto han oído hablar?

Ven y deja irse la tormenta, descubre lo que ahora se abre ante ti. Puede que así (y quizás solo así) algún día el Vendaval, cansado, vuelva ya transformado en brisa fresca.

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