El frío hosco que duerme embebido en cada poro de la caliza del banco corrido de piedra que linda las pareces del claustro.
El rocío que en el patio abierto al cielo, cerrado a los ojos, esponja el verde de los parterres y los abetos con congeladas perlas de uva dulce, lágrimas por un tiempo pasado y mejor; que dibuja las formas del pozo cual si fuera su amante; que cristalizará la tierra y la volverá afilada e hiriente.
La comunión entre la hiedra y la roca tallada que enmarca el paseo del ulular del viento por entre la columnata.
Una hilera humana de nucas rasuradas que suben y bajan salmódicamente, sinfónicamente, con los ojos legañosos y las mentes aún turbias y obtusas.
Un puñado de grajos cubiertos de nubes de tormenta que se apilan en la balconada, guareciéndose de los suspiros del Moncayo.
El silencio que madruga y se regodea, iluso, sabiendo aún lejana su muerte.
Y una figura lúgubre y altiva sobre el altozano, con su sombrero calado, que lo contempla todo en lontananza.
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1 comentario:
Lo habría firmado el mismísimo Delibes. Esas bellas palabras del terruño...
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