jueves, 13 de noviembre de 2008

Tormenta

La lluvia caía furiosa sobre sus hombros. De pie, con la cabeza gacha, se cubría con un chubasquero negro y brillante, con una capucha ceñida, mientras la avalancha de gotas cantaba un miserere a su alrededor, repiqueteando en los charcos, saltando de nuevo en forma de agujas tras tocar el suelo. Era una lluvia dura y seca, como un puño de acero, y formaba una cortina inexpugnable alrededor de su cuerpo, un manto de agua discontinua y a la vez infranqueable, que lo aislaba de la noche negra mientras lo golpeaba fríamente.

Sus ojos se mantenían cerrados, su cuello inclinado hacia el suelo. De repente, el chubasquero se tornó poroso. Sus cabellos lacios lamieron su cráneo. Sus labios besaron el agua. Le costaba respirar debido a la catarata que recorría sus facciones, cada poro de su cara, y que llegaba a taponar su nariz. Jadeaba. Notó sus hombros empapados; sus brazos y su pecho eran el cauce de un río que avanzaba inexorable; sus piernas, el delta de su desembocadura.

Calado hasta el último rincón de su cuerpo, recibía el agua como un castigo divino, aún sin saber por qué, sin esperar redención. Sufría en silencio la penitencia del mártir que muere sin creer en su causa. Así, el río se convirtió en mar, el agua dulce en salada. Y sus lágrimas inundaron aquel caudal infinito.

Instantáneamente, un fogonazo de luz azul cruzó la escena; segundos más tarde, el dolor de mil tormentas bramó a la noche oscura. Él extendió sus brazos, devolvió su mirada al cielo. Y su cuerpo, finalmente líquido, se derramó sobre la eternidad.

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