viernes, 13 de noviembre de 2009

Ojirris y pinreles

- ¡Ay! ¡Quita…! ¡Estás helado! – se aparta y se aleja, pero unos ñoños la persiguen bajo la sábana.

- Bueno, no todo lo tengo así… Mira, ¿ves? - se destapa rápida, voluptuosamente, con un chas-chas cuidadosamente medido en sus tiempos. Y su mano se le ciñe a la cintura.

- Pero qué tonto eres, Mario…

Se deja hacer porque le gusta, porque se entienden, porque cuando dice todas esas payasadas estúpidas, tan suyas, su espíritu pega un brinquito y se sonríe por dentro.

Le gusta cómo le acaricia el vientre, evitando siempre su ombligo (que le da grimilla), y le mesa el pelo, y la observa desde ese templo que quiere, siempre, compartir con su princesa.

Mas su mirada se extraña.

- ¿Y eso? Vaya carucha fea. ¿Qué pasa?

- No es nada. Solo que… me acabo de acordar de mi madre.

- ¡Ah, muy bonito, oye! ¿Ves? Esa sonrisa ya es otra cosita.

- Es que, mirándote… ¡Es que la echo tanto de menos...!

Y ya no se dicen nada. Él se acurruca, refugiándose entre su clavícula y su pecho, al amparo de un baobab rotundo e inabarcable que le protege de la tormenta que surge de dentro y que le arrulla con el danzar del viento entre sus serenas ramas.

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